MEDITACIÓN SOBRE UNAS MANOS
Miro mis manos. Veo cómo cierran
un libro, cómo abren
este cuaderno. Muestran en su piel
las manchas pardas propias de la edad
en la que de manera inevitable
al parecer voy poco a poco entrando.
En el silencio de la habitación
todo está más o menos
igual que suele y, fuera,
la tarde soleada, azul y fría
de un día más de enero
va transcurriendo plácida.
Al ver mis manos, al fijarme ahora
por puro azar en ellas,
las veo como son, y las comparo
con la imagen que tengo en la memoria
de cómo fueron hasta no hace mucho.
Las contemplé otras veces,
lo mismo que esta tarde,
sin inquietud ninguna: sólo eran
las confiadas manos
de un hombre joven que con ilusión
y voluntad de hacer se retiraba
a su cuarto a escribir en ocasiones.
Pero de pronto, hoy,
han resultado ajenas, me parecen
las manos de otro: tantas manchas ocres
que inadvertidamente ha dibujado
e] tiempo en su estragada superficie
como triste archipiélago,
estas venas azules que resaltan
en el cansancio de la piel, el hueso
que aquí y allá comienza a deformarse.
No tienen la apariencia de mis manos,
las manos de aquel hombre que yo era
y que en la calma de su casa, a solas,
intentaba escribir.
Pienso en mi vida,
en la vida que pasa.
Al otro lado
del cristal del balcón, rápida, empieza
a apagarse la tarde.
La tarde de este día que no ha sido,
bien al contrario de lo que supuse,
un día más de enero,
y en la que al ver mis manos
—manos ajenas y que desconozco—
he escrito estas palabras
con desconcierto y con melancolía.
Eloy Sánchez Rosillo